La temida "jauría del Diablo" todavía eriza al más guapo
Eran cimarrones como endemoniados y la fiereza de su líder aún recorre el campo.
Cuentan que bajaban desde la montaña, rodeaban General Alvear, se mostraban por Unión, se acercaban a Nueva Galia y se hacían ver por los pagos de Huinca Renancó. Allí, en donde nació, y los conoció, el gran periodista Germán Sopeña. Después llegaban y salían siempre del monte, allá por Realicó (norte de La Pampa). Relataba Germán, con su sabia precisión, que "era una jauría endemoniada", y no le erraba?, porque conoció a un par de gauchos de antes que sabían bien de lo que se trataba: un perro diablo con una tropilla de demonios que devastaba lo que se les antojaba.
Los conocían, allá por los 40, como "La jauría del diablo". Y "El Diablo" fue el perro más feroz "que en esta tierra puso Dios". Pelo entrecorto como una hiena; cola al marlo y hacia adentro; pescuezo grueso, frente ancha y hocico largo, más allá de la distancia. Colmillos como puñales, ojos negros más que el muerto y una baba incalculable con la que ofendía, acechaba, infectaba y desgarraba.
Nadie lo conoció tan bien como Celedonio Luna, peón de a caballo de la Bella Unión (estancia), pero ese relato es tan sabroso que lo dejamos como a la yema del huevo, la que se come caliente y jugosa al final.
Dicen que "el demonio" un día de invierno salió de entre los caldenes con una "tropilla" detrás, y el paisano más objetivo le contó como 17. Sí, "la desgracia", entre machos, perras y crías.
Atropellaban a lo puma, en medio de esa hacienda cruzada, muy criolla y hasta con astas, para "hacer" un "saladero" de sangre, gritos y mugidos, en lo que era una agonía de fiereza y letanía.
Pucha y caramba esos perros tan demonios, que no dejaban majada alguna, encaraban a la hacienda y hasta le saltaban al "poco volido" de un carancho viejo. La pucha con esos perros que tarasconeaban los garrones de algún yeguarizo chico, llegaban en bandada a correr los cuzcos de algún puesto y hasta los perros de raza en el parque del patrón de la estancia.
"¡No!" dijo el jefe en el casco, mostrando unos perros de pedigrí, "acá no entra ningún diablo rabioso, mucho menos si es perro, ni si quiera al lado de un croto rotoso". Sus palabras fueron un signo, casi un preámbulo de la agonía.
Fue por allá en el cinco (potrero) donde se escondieron y, a la hora del sereno se entreveraron en el parque. Se amalgamaron entre los troncos de los paraísos, unos viejos tamariscos y hasta una planta en flor, que pudo ser un malvón. Contaba Celedonio que los perros de raza "reculaban" y que cuando copó el más malo, apareció "El Diablo".
"Se babeaba asqueroso, tenía los pelos de punta, mostraba las uñas como garras y no ladraba, ¡aullaba!". Era como la risa fiera de la hiena ante el patrón de la casa: un perro inglés (setter) que no duro nada.
Estaba muy lejos la matera, en donde los mensuales esperaban la campana de la comida y la cocinera se preocupaba por echarle más leña a la "económica Istilart" para sacar un poco más de 20 bifes. "El Diablo" y su jauría ya habían podido, como tantas veces, con otra estancia. Avanzaban sobre la cocina, la despensa y la fiambrera.
Y, entonces, llegó aquel final: "El Diablo" en la cocina olfateó lo más fresco, su baba se intensificó y el hocico apunto hacia el cuarto de atrás. Mientras la jauría endemoniada se comía la casa, el más malo de los perros entró al cuarto de servicio, de la mucama, la mujer de Celedonio.
Olfateó, encontró la cuna y, antes de comer un "canapé de bebé", dos cartuchos del 12 le dieron vuelta el "mondongo". Esta vez no peleó, apenas parpadeó y ni siquiera aulló.
La jauría se fue en silencio, el bebe paró de llorar y Celedonio de matar. El chico creció, trabaja, y la jauría endemoniada no se sabe en dónde está. Aunque, cuentan los paisanos, que anda un bisnieto y no es cristiano: es un perro y le apodan "El Diablo".
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